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domingo, 10 de noviembre de 2013

Coffee break.

No había sido el insomnio, no. Pero ese cosquilleo que sentía en la nuca, esas mariposas en el estómago que no le habían dejado descansar, no presagiaban nada bueno. Así que puestos a dar vueltas en la cama, ella decidió que era mejor levantarse y fue a la cocina sin hacer ruido. Preparó la primera cafetera de la madrugada y justo cuando empezaba a salir, encendió el móvil mientras miraba distraída la luna por el ventanal de la terraza. Rebuscó en el bolso el tabaco, el mechero y se encendió el primer cigarrillo. Cogió una taza, le puso el café, la leche y mientras buscaba el azúcar empezó a leer, distraídamente, los mensajes...

Si alguien entrara ahora mismo en su casa supongo que se dejaría llevar por el olor, dado que le sorprendería la absoluta ausencia de sonidos. No hay nadie para recibir al visitante y este, llevado por la curiosidad y el aroma del café recién hecho, quizá llegara hasta la cocina. Allí, sin embargo, nada de lo que viera podría indicarle lo que había sucedido, muy temprano, esa misma mañana. El observador sólo podría ver un cigarro consumido al fondo del cenicero de cristal y un café con leche a medio terminar encima de la mesa... Pero ni rastro de ella desde que encendió el movil, se puso a leer los mensajes, todavía con la pereza pegada en las pestañas, hasta que llegó al tercero. Cuando empezó a leer, apoyó el cigarrillo en el borde del cenicero, cogió muy fuerte el movil para que no se le escapara ni una sola palabra pero no pudo terminarse el café...
...
Logró encender el siguiente cigarro en plena curva. Afortunadamente, aún quedaban coches con mechero, pensó. Un punto rojo en el que hacer diana sin apartar la vista del retrovisor. Aspiró. Más fuerte, se dijo, y la calada le llegó al alma. La del tabaco, también.
Muy bien. Así mejor, le dijo la nicotina a su conciencia, la misma con la que jugaba a palabras encadenadas. Cualquier cosa con tal de no volver a sumar los kilómetros que restaban hasta llegar a su ciudad. 179 / 153 / 47...

Como una campeona. A ciegas. Sin más guía que la de un navegador desorientado y una ilusión a todas luces catastróficas. Y, sin embargo, siguió aferrada al volante mientras las nubes le levantaban la falda a la luna. No le hubiese importado parar a vaciar el cenicero, airear los humos a su garganta, enmascarar bajo un disfraz brillante de perfume el olor a tabaco de la ropa. Pero no lo hizo.
No fue voluntad, más bien impaciencia. De poco o nada sirvió que se pellizcara el muslo a la altura de la palanca de cambio. Esa noche mandaba el cuentakilómetros, el tanque de la gasolina y las ganas como planteamiento de vida.

Veintiún días con veneno entre las venas. Resulta curioso que ambas palabras compartan, no solo, fonemas. Recibiendo, guardando la ropa en plena orilla sin atreverse a mojar los dedos siquiera. Reservándose cual noche de bodas virginal. Porque así se lo había pedido. Tragándose cada sexo en las intenciones, escupiendo cualquier deseo antes de masticarlo, encerrando bajo llave el miedo a fracasar, obligando a la dignidad a darse un paseo, acallando cualquier pretensión con un ‘hay ropa tendida'. Lo hizo porque así se lo pidió. En cada conversación robada a la factura del teléfono.
Alimentó la curiosidad hasta convertirla en necesidad, y la necesidad inevitablemente, dio lugar a la locura. Y esa locura consiguió arrancar el motor que le separaba de la imprudencia. Y la imprudencia sonrió, hermosa y tentadora, con los labios pintados de rojo emoción.

Llegó. Aparcó. Devolvió las medias a su lugar y los miedos al suyo, se aferro a su deseo... Y comprobó que allí estaban: la barra y el taburete del fondo. Esperándola. Tiró de manual. Un vistazo invidente al libro de las citas a ciegas. Quizás le hubiese mentido y, en realidad estaba allí; detrás de alguna columna, de esas que con derecho a roce, dejan sus colores impresos en la carrocería de algún conductor suicida. Pero demostró, hasta antes de ser lo que ya era, fue y seguiría siendo después del adiós: un caballero. No estaba.

Respetó su deseo confeso de ser la que llegase primero. Ella quería ser quien le esperara con la comisura de los labios entreabierta y reclinada en la barra de aquel bar, cuya iluminación favorecía a su maquillaje. Jugando con cartas marcadas ese punto de penumbra que envuelve con papel pinocho el primer contacto visual. Con la perspectiva de la vida puesta en el ventanal, le vio aparecer por la izquierda, por donde siempre aparece lo que acaba en pecado. Y entonces, entro por la puerta, directo, aparentemente seguro, como cazador cazado, clavando su mirada en la nuca de la presa aparentemente despistada, aún estando ella de frente,haciendo que se le erizarán las emociones justo debajo del broche de su collar.

Porque las cosquillas se inventaron en la nuca, en esa almohada emocional que todos llenamos con mariposas muertas en forma de recuerdo. Ella se incorporó con una suficiencia programada, que no real, levanto la barbilla con más pavor que desafío y en aquel instante comprendió con una aterradora precisión que, hasta entonces, su objetivo en la vida no había sido otra cosa que conseguir soportar su ausencia. A pesar de todas las conversaciones, de todas las confidencias y de los deseos expresados y los no intuidos todavía, de los errores y de los aciertos, de tanto llanto contenido en los silencios del teléfono, en esas larguísimas conversaciones sobre las maltrechas esperanzas, de los espesos silencios y de algunas ilusiones que los dos guardaban por estrenar, él, al verla, se estremeció. No pudo contener un escalofrío que le recorrió la espalda, cuando la vio al final de la barra: levemente apoyada en un taburete, esperando en una media penumbra acogedora. Hermosa, herida y radiante, síntoma inequívoco de unos nervios que la atenazaban por dentro. Ella no dijo nada, tan solo observó como él se acercaba lentamente. Dejó que la distancia se fuera haciendo insoportablemente pequeña y que mientras tanto él la desnudara con la mirada, que absorbiera todos y cada uno de los detalles que, estaba segura, ya había imaginado él tantas y tantas veces.

Se ofreció , generosa, como nunca antes lo había hecho con ningún otro hombre, hasta que estuvieron frente a frente y él la miró a los ojos. Entonces ella comprendió lo que él había hecho mirandola de esa manera. Entendió como se había apoderado para siempre, generoso, loco y valiente, de todos sus miedos, como la había despojado con su mirada de angustias y soledades, dejando solamente a una mujer con unos labios nuevos dispuestos a besar y ser besados como nunca nadie antes lo habían hecho. Él cerró los ojos un instante, bajó la mirada, tomó aire y al volverla a levantar se encontró con el regalo de su sonrisa más luminosa y sincera.

La locura, las ganas, la ilusión y el miedo mezclados en un cóctel imposible de olvidar. Pasado el primer trago: ese beso tan deseado, lento, largo y dulce. Silencioso y apasionado. Se atrevieron a pedir otras muchas rondas más. Una vez calmados los nervios y la sed urgente del primer encuentro, decidieron que era el momento de buscar un lugar más intimo, donde seguir aprendiéndose sin prisas. La camarera sonreía al recordarlos mientras recogía las copas vacías, de fondo sonaba una canción de Sabina que hablaba de levantarle las faldas a la luna...

La noche era fresca y húmeda. Pero sus cuerpos tampoco hubiesen podido apreciar cualquier otro tipo de temperatura. En realidad, tenían los sentidos erizados, en estado de alerta y, sin embargo, eran incapaces de percibir nada de un modo concreto. De repente la farola escupía una luz mucho más intensa, los olores se multiplicaban en su nariz, cualquier sonido aparentemente escondido se arrimaba con descaro a las orejas y hasta el tacto de la blusa pegada por el sudor, se había exagerado en cuanto a sensaciones y le parecía provocadoramente caliente, cada vez que rozaba su piel.
Pero eran incapaces, ninguno de los dos de percibir nada de un modo concreto... no podían dejar de mirarse.

Quizás hubiese sido el beso. Un beso de artículo determinado femenino y singular. Esa forma de lenguaje que sólo entiende del sabor de la saliva y del regusto a hierro por la sangre de un mordisco impaciente. O no. O el beso sólo había sido la descarga eléctrica que actuaba a modo de albarán y pagaré, pensó ella. Y al final, resulta que el pellizco que se le había atravesado entre la campanilla y el rabillo del ojo era la antesala de una cicatriz. Una de esas estrías emocionales que hacen la piel añicos pero que permanecen a modo de tatuaje en el alma para recordarte a cada instante que si duele es porque estás viva. 

O no. O igual no había cabida para la angustia. Y todo era mucho más sencillo. Quizá es que ya era su turno y creyéndose olvidada había tirado el número de quién da la vez. Ya no importaba.
Sí. Era eso. Tenía que ser eso. Hay cosas que no pueden ser de otro modo. Era mucho guión para acabar siendo, tan solo, un cortometraje de serie B.

Qué amalgama de pensamientos corriendo despavoridos como pollos sin cabeza. No. Se gritó en silencio. ¡No, no! se regañó. Y cerró de un portazo su cabeza a las ganas de pensar, y se aferró aun mas a su esperanza. Ahora sólo tocaba dibujarle con la yema de los dedos, deletrearle con las pestañas cada una de las cosas de las que su boca, su sexo, su muslos, eran capaces de escribirle. A espuertas, sin más factura que un:
- Continúa, por favor - susurrado muy bajito al oído.

¿Cuánto tiempo había pasado tejiendo esa cesta de inquietudes? ¿Minutos?... Sólo minutos, a juzgar por el pequeño trayecto de calle que habían recorrido con apenas unos centímetros de distancia entre sí, pero sin atreverse a rozarse siquiera, como si el bullicio de la acera les hubiese devuelto la timidez. O como si los dientes rechinasen de tanto placer acumulado en años de relaciones amputadas.
Giró la cabeza y sonrío. ¡Mucho!. Como ella sabía sonreír cuando ejercía su profesión de alegradora de almas. Y sonrío tanto, que la sonrisa acabó convirtiéndose en carcajada fresca, limpia, desnuda, dispuesta. Seguro que ahora todo iba mucho mejor. Sí. ¡Seguro!. La canción que sonaba en su cabeza, llevaba la letra y la melodía escrita por ambos.

Se agarró a su brazo. Le gustaba esa sensación de exhibición ostentosa a los ojos de los demás como escaparate de todos los posesivos: mi, mío, nuestro... que, estaba segura, ahora no podían ser dañinos.
- Vamos a casa, le dijo él, apretando su hombro contra el brazo de ella.
- Si. Vamos a casa - le contestó ella muy bajito.
Y por alguna ventana lejana se escaparon alegres, las notas de aquella canción:
-Y nos dieron las doce y la una...


Este cuento no hubiera sido posible sin ti M.: es tuyo.
Gracias.

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