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miércoles, 7 de octubre de 2015

El viaje de mi vida.

Tomo un pequeño sorbo de la cerveza mientras miro el mar, y pienso en el viaje de mi vida, ese que empezó hace un año y todavía no sé, exactamente, cuando terminará.

Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac… Marcando el tiempo como el péndulo de un reloj, oscilando lentamente delante de mis ojos, vi acercarse por el pasillo una bolsa azul, grande y pesada. Tic, tac. Tic, tac… La observé fijamente, como si esa oscilación fuera capaz de volver a poner en marcha el tiempo que parecía detenido en la sala de espera de ese hospital. Durante unos segundos, no hubo nada más importante en el mundo que el movimiento constante de esa bolsa hasta que, me pareció escuchar que alguien pronunciaba mi nombre:
-¿Alicia López? – escuché desde el fondo de mi cansancio. Ya no sabía si era un sueño o una pesadilla, pero el sonido me llegaba atenuado, cómo cuando, hartos de todo, nos refugiamos del mundo en el fondo de una piscina.

– ¿Es usted Alicia López? – escuché otra vez preguntar. Pero ahora, más cerca.
De repente desperté: hablaban conmigo: yo soy Alicia López. Poco a poco, sin darme cuenta me había ido encorvando en ese asiento de plástico duro, dejando caer el cuerpo hacia delante, apoyando los antebrazos en los muslos, la cabeza en las manos y tan solo podía ver unos metros de pasillo, unos zuecos y la bolsa azul oscilando a pocos centímetros del suelo, delante de mi.

Tuvo que ser la enfermera, agachándose delante y poniéndose a la altura de mis ojos mientras sonreía de manera profesional pero educada, la que me volvió a preguntar:
– Disculpe señora: ¿Es usted Alicia López?
– Si – acerté a contestar de manera mecánica, mientras levanté despacio la vista del suelo.
-Veo que el calmante que le ha dado mi compañera ha hecho su efecto. No se preocupe, todo está ya dispuesto. Si es tan amable de firmar los papeles para autorizar la extracción de órganos – y mientras me decía esas palabras, que yo escuchaba aún lejanas, dejó en el suelo, a mi lado, la bolsa azul. Solo pude seguir su mano con la mirada, incapaz de reaccionar ante la presencia de ese bulto extraño para mí.

Supongo que la enfermera, acostumbrada a esos menesteres, detectó una muda pregunta en mi mirada extraviada hacia la bolsa porque me dijo:
-Esos son los efectos personales de su marido. Si es tan amable de firmar. Me permito recordarle que su marido era donante de órganos, disculpe que insista, pero en estos casos el tiempo es factor muy importante. – me pidió con esa mezcla de ternura y profesionalidad, sonriendo dulcemente, mientras me situaba un impreso delante y me acercaba un bolígrafo.

En ese momento me vino a la memoria una escena en la casa del pueblo: Pedro agachado encendiendo la chimenea, y muy serio, sin venir a cuento en ese momento, pidiéndome que de ocurrirle algún accidente, lo incineraran, pero que antes procuraran aprovechar todos sus órganos…

– Supongo que eso es lo que él quería – me dije a mi misma, casi sin escucharme la voz. ¿Donde tengo que firmar? – pregunté, alzando la cara hacia la enfermera.
-Aquí, por favor – y me indicó un cuadrado al final de la hoja, mientras me acercaba el bolígrafo y la tablilla con el formulario.

Y yo firmé sin gafas, convencida de hacer algo bueno… aunque todavía no sabía muy bien el qué. No era consciente, no había podido asimilar aún, todo lo sucedido. Lo único que recuerdo es que llegó un momento en el cual todo pasó a discurrir muy rápido, pero a la vez, suavemente. Esos calmantes que me dieron debían ser muy buenos ya que sólo escuchaba rumores leves y las personas se movían como si fluyeran, sin movimientos bruscos. No sé exactamente cuanto tiempo estuve aquí después de recibir la llamada de la Guardia Civil, las carreras hasta el hospital, las horas de espera… y luego todo se diluyó en este leve sopor inducido por los benditos calmantes.

Una vez la enfermera tuvo mi firma, se incorporó apoyándose en la silla de mi derecha con un gesto de cansancio y dejó un instante su mano en mi hombro. Yo sentí que me daba las gracias con ese gesto mudo y volví a quedarme sola en medio del bullicio de pasillo de urgencias, pero ahora una bolsa azul me acompañaba como testigo mudo del accidente que había cambiado bruscamente toda mi vida. La miré y pensé:
-“Tantos años casada, durmiendo al lado de este hombre y, de repente, todo lo que me queda de él está dentro de una bolsa azul, manchada de sangre
Y ese es el último recuerdo consciente de la espera en ese hospital, la imagen que liberó el dolor y me permitió precipitarme en un llanto silencioso, lento, desconsolado y liberador, hasta notar que alguien me abrazaba suavemente…

..
.
Tres días tardé en poder rebajar la dosis de calmantes para dejar de parecer un zombi. Durante ese tiempo tuve que ocuparme de todo: papeles, familia, llamadas, la ceremonia de incineración, los niños y su dolor inocente… Eso es lo que peor llevé: intentar explicarles que su padre ya no volvería, que nunca más iba a poder jugar con ellos. Porque hay una gran diferencia entre lo que habíamos acordado y esta situación. No, para nada es lo mismo. Afortunadamente el tener que encargarme de tantos detalles me evitó, pararme a pensar en que vía muerta habíamos dejado nuestra relación; aunque la separación había sido pactada por el bien de ambos y sabíamos que era una cuestión de tiempo, esto me cayó encima como una avalancha que arrastró todo a su paso, sin poderla evitar. En quince años hay demasiados recuerdos acumulados, como para olvidarlos de un plumazo.

Pasados todos los trámites, al fin pudimos quedarnos solos, los niños y yo. Bueno, y mi madre que, olvidando todos sus achaques, se erigió como niñera y feroz guardiana de la madriguera. El cuarto día desperté muy temprano, después de una noche agitada. Todavía quedaban por firmar algunos papeles de la aseguradora, fue una jornada dura y me empezaba a encontrar muy cansada así que decidí irme a dormir pronto. Bajé la persiana, me tomé mi calmante y, sólo entonces, sabiendo que la pastilla me adormecería en poco tiempo, me atreví por fin, a abrir la bolsa azul que se había quedado tirada en el fondo de un armario. Extendí una sábana vieja sobre la colcha y abrí el nudo. Dentro encontré su ropa rasgada y manchada de sangre ya seca, su pluma, la alianza, esa horrible cartera que no me gustaba nada, unas monedas, el móvil y las llaves, un paquete de pañuelos y unas tarjetas. Dejé todas las cosas, conforme salieron de la bolsa y me quedé mirándolas abstraída:
– Así que… ¿en esto se resume todo? – me pregunté a mi misma, observando la colección de objetos que resumían la vida de Pedro esparcidos encima de la cama.

El señor de la aseguradora, me había explicado que el coche sería declarado siniestro total. Dentro aún habrían cosas de Pedro: su maleta con ropa, la mochila de trabajo, su ordenador, folletos, papeles… pero tal y como había sucedido el accidente eran irrecuperables. Todo, menos los objetos personales que llegaron con él al hospital.

Antes de meterme en la cama, que de repente me parecía enorme, tiré la ropa a la basura, vacié su cartera, guardé los documentos, la pluma, las llaves y las monedas en una caja de zapatos e intenté encender el móvil. No lo conseguí. Tres días habían sido demasiados, estaba, probablemente, sin batería. Cogí el cargador que teníamos en casa y lo enchufé. Efectivamente: estaba completamente vacía; así que lo dejé cargando encima de su mesa de trabajo y me fui a la cama a dejar que la pastilla hiciera su efecto y me permitiera descansar unas horas esperando el cuarto día, intentando descansar un poco.

Desperté tarde y con un extraño sabor metálico en la boca. Hice café y con la taza caliente en la mano me acerqué al despacho y, después de mucho pensarlo, encendí el móvil. Mientras se ponía en marcha lo dejé encima de los papeles pintarrajeados que Pedro usaba para tomar notas mientras hablaba por teléfono. Números, fechas, dibujos y letras cubrían la superficie del montón de hojas sujetas por una pinza, al lado de las cartas que, sin abrir, se iban amontonando. Cuando me pidió el PIN le puse el que tenemos todos y el teléfono volvió a “pensar” hasta que encontró la red móvil, activó la WiFi y me mostró, desafiante, el patrón de desbloqueo.

Y ahí me quedé, mirando como una tonta sin saber que hacer… La pantalla de seguridad me pedía un patrón, un dibujo, una clave que desconocía, si quería ver lo que había en el teléfono de mi marido muerto. Primero me sorprendió la existencia de esa barrera, pero luego pensé que yo misma tenía una por si los niños jugando me borraban algo importante y el móvil de Pedro era “su herramienta” de trabajo, sólo se lo dejaba a los enanos para jugar si estaba él delante. Entonces se me ocurrió probar mi propio patrón en su teléfono, pero no era correcto. Sabía lo complicado que podía llegar a ser averiguar la figura. Una vez se me olvidó la mía y estuve dos días hasta que encontré la forma de saltar esa barrera, pero el móvil de Pedro era un modelo nuevo y con este ya no servían los viejos trucos. Tomé otro trago del café, que se estaba quedado frío, y me fui a despertar a los niños porque se iban con mi madre al Zoológico. Les puse el desayuno, y después de llevarlos a rastras hasta la cocina, insistir para que comieran algo y luego fueran a vestirse mientras yo preparaba el lavavajillas y pensaba en algo para comer, me acordé del móvil olvidado sobre la mesa. Estaba secándome las manos, cuando un grito del pequeño me hizo asomarme al despacho.
– Mira mamá ¡el móvil de papá funciona!- me dijo riendo, mientras me enseñaba cómo en la pantalla del móvil de mi marido no paraban de amontonarse iconos de mensajes.
– Pero… ¿como lo has desbloqueado enano?- le pregunté todavía con el trapo de la cocina en la mano.
– Pasaba por aquí y lo he visto encendido. Se me ha ocurrido ponerle el dibujo de Papá – me dijo mientras señalaba un dibujo geométrico sencillo repetido muchas veces entre los números de teléfono y los nombres, en el montón de hojas que usaba para tomar notas.

Resulta que la clave estaba ahí, delante de mis narices. Entonces me acordé de todas las veces que tenía que ir a por él para que dejara el móvil y viniera a cenar. Y siempre lo veía con un bolígrafo, pintando la misma figura en la hoja, una y otra vez, distraído, mientras hablaba. Mi hijo, orgulloso de su hazaña, me dio el teléfono que no paraba de vibrar y zumbar y se fue con su hermano. Lo dejé conectado, descargándose unas actualizaciones y le abrí la puerta a mi madre que se llevó a los niños rápidamente.
Una vez sola en la casa, camino de la ducha, me quedé un instante mirando el teléfono sobre la mesa desde la puerta, observando que no paraba de vibrar. Al salir del cuarto de baño, mientras caminaba de vuelta hacia el despacho secándome el pelo, todavía no era consciente de que mi vida ya nunca sería igual.

Tres horas después todavía estaba sentada frente a la mesa, con los pies en la silla, el pelo mojado y sin vestir. Las gafas en la punta de la nariz, mirando alucinada la pequeña pantalla de ese teléfono…
235 mensajes de WhatsApp, más de 400 mensajes entre Twitter, Facebook, Instagram. 125 mails, varias llamadas perdidas y hasta unos quince SMS…

Con la boca abierta, mi corazón latiendo a mil y el cerebro sin poder procesar todo lo que era y suponía para muchas personas, absolutamente desconocidas para mí, ese hombre que se acostaba a mi lado. Amigo, amante virtual (y en algún caso, por los mensajes intercambiados, seguro que más que eso), consejero, filósofo, fotógrafo, poeta, persona… En varias ocasiones estuve tentada de apagar, quitar la tarjeta de memoria del teléfono, romper la SIM y olvidar todo lo que había visto, pero mi curiosidad, pudo más que la sorpresa o la rabia… Necesitaba averiguar que, quien era ese personaje absolutamente desconocido para mí. La persona que decía ser mi marido pero que, a la vez, era ese otro hombre totalmente nuevo, pero, a la vez, muy importante para otras muchas personas, hombres y mujeres.

Nuestra situación de pareja no era la ideal, eso estaba claro. Pero lo que tardé cuatro días en descubrir estaba a años luz de lo que se suponía era un matrimonio aburrido y previsible. Revisando los mensajes por encima descubrí que había verdadero cariño, mucha ternura, algo de sexo (hasta cosas que nunca hizo conmigo), un abanico de sensaciones y sentimientos que comprendí me llevaría mucho tiempo descifrar… Al principio quise ponerme a contestar enseguida, pero luego lo pensé mejor. Leí con atención, aprendí los mecanismos, creé una cuenta en twitter y empecé a seguir a la gente que más interactuaba con Pedro. Sabía que no sería un trabajo fácil ganarme su confianza y averiguar que pensaban de él, pero si algo tenía era tiempo. El accidente, me trajo algo bueno: la cifra que nos pagó el seguro nos facilitó la vida. Ya no tendría que preocuparme por trabajar ni por el futuro de los niños. Me despedí de la tienda y mientras seguía leyendo todos los días los mensajes que entraban en la cuenta de Pedro y hacía crecer mi propia identidad digital. A los pocos meses, nos mudamos a una ciudad nueva más pequeña y me dediqué sistemáticamente a recomponer pieza a pieza, el puzzle de la persona que había sido Pedro porque entendiéndole a él, estaba segura que podría aprender a ser mejor persona…

Hoy hace un año del accidente y estoy esperando en la terraza de un bar, frente a una playa del norte, a una profesora de primaria, casada y con dos niños con la que Pedro mantuvo (ahora lo sé) una relación. Es la sexta persona de una lista muy larga y aún quedan muchas más. Algunas me han confesado, que prefieren no conocerme y las entiendo, a otras soy yo la que no quiero verlas… todavía.
Poco a poco voy formando el mosaico del hombre que no conocí, aquel que decía ser mi marido, pero sobre todo, voy formando la imagen de la mujer que quiero ser a partir de este viaje: el viaje de mi (nueva) vida.

Puedes seguir a @Netbookk en Twitter. Publicado el pasado 18/08/2015 en De Krakens y Sirenas.

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